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El corazón de las tinieblas

El “terrorista” palestino ha servido de justificación a Israel para el ejercicio del brutalismo. Como “el terrorista” se “esconde” entre los civiles, éstos quedan “contaminados” por el mal que porta aquel. Ya no se persigue solamente al “terrorista”, se destruye sin miramientos su “entorno”. No hay distinción entre uno y otro, todos están contagiados del mismo mal y son suprimibles.

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Hace un año Israel dio carta libre a “la solución final” de la cuestión palestina, con matanzas genocidas en Gaza, las cuales han evocado sin matices apenas a la Endlösung decretada por el estado nazi en 1942 contra la población judía. Mientras, los colonos de Jerusalén Este y Cisjordania han emulado los linchamientos y asesinatos del Ku-Klux-Klan para extender la “Tierra de Israel” (una invención rescatada de la Biblia y elevada a categoría geopolítica para legitimar la colonización israelí y la limpieza étnica de palestinos). Esta ha sido la bárbara respuesta dada por Israel al bárbaro progrom de Hamás contra ciudadanos israelíes indefensos. Barbarie en retroalimentación mutua.

Así, las peores imágenes de la historia humana han quedado replicadas en Palestina. Basta con leer una Historia de Palestina (recomiendo la de la historiadora alemana Gudrum Krämer en Siglo XXI Editores, 2023) para comprender cómo la barbarie se constituyó en interdependencia mutua por los colonizadores judíos y los pobladores árabes. Las décadas de los años 20 y 30 fueron matanzas iniciadas por unos y respondidas por otros con equivalentes grados de brutalidad.

A pesar de la retórica “civilizatoria” de los dos discursos dados por Netanyahu en el Congreso de los EEUU, la formación del Estado de Israel de 1948 no inauguró ninguna relación civilizada entre judíos y árabes. En 1948, la brutalidad se elevó de grado y empezó lo que el historiador israelí Ilán Pappé no ha dudado en denominar “la limpieza étnica de Palestina” (Crítica, 2011).

El Estado de Israel es un fracaso como realidad estatal. No ha conseguido construir un “monopolio del uso legítimo de la violencia” (que, según Max Weber, es la definición precisa de un Estado moderno), dado que hasta la fecha de hoy perviven grupos armados que cuestionan el monopolio de la violencia organizada. Tampoco ha edificado “un proceso de civilización” (que, según Norbert Elias, es un proceso de autocontención de la violencia encarnado en las instituciones y en la vida cotidiana), pues la brutalidad ha continuado siendo la forma de relación básica entre judíos y palestinos.

A pesar del empeño de la intelectualidad israelí, la historia no empezó el 7 de octubre. Empezó muchísimo antes. Y siempre se ha caracterizado por la brutalidad.

“La transferencia de poblaciones” es el eufemismo con el que el sionismo teorizó la expulsión de la población árabe de Palestina a fines del siglo XIX. El Estado de Israel llevó a la práctica política esta transferencia de poblaciones, una verdadera limpieza étnica y un grado de brutalismo militar continuamente acrecentado, hasta llegar a la violencia genocida que vemos hoy extenderse por Gaza y El Líbano.

El “terrorista” palestino ha servido de justificación a Israel para el ejercicio del brutalismo. Como “el terrorista” se “esconde” entre los civiles, éstos quedan “contaminados” por el mal que porta aquel. Ya no se persigue solamente al “terrorista”, se destruye sin miramientos su “entorno”. No hay distinción entre uno y otro, todos están contagiados del mismo mal y son suprimibles.

Dado que son indiferenciables, al “terrorista” y su “entorno” se le combate con misiles y bombas. Saltan por los aires niños, mujeres, población civil y familias enteras. Se reducen a escombros escuelas, hospitales y clínicas. ¿Cómo hemos llegado a este nivel de barbarie?

La respuesta a esta pregunta requiere muchas apreciaciones, pero quisiera resaltar la que aprendimos del sociólogo Zigmunt Bauman, en su libro “Vidas Desperdiciadas” (Paidós, 2015). En la construcción de la sociedad moderna siembre ha habido poblaciones parias, subproductos de una jerarquización social de la vida humana en función de su mayor o menor valor social. Los parias no gozan de “la estima de los hombres”, son infrahumanos y desechables.

Eso que hoy llamamos “islamofobia” no es otra cosa que una nueva jerarquía de poblaciones en las que las poblaciones musulmanas quedan categorizadas como infrahumanos desechables. Desde que EEUU inició “la guerra contra el terrorismo” tras el atentado en 2001 contra las Torres Gemelas, y las consiguientes invasiones desastrosas de Irak y Afganistán, la línea divisoria del valor humano ha diferenciado a las poblaciones musulmanas del mundo como infrahumanos desechables. “A cada residuo su vertedero” escribía Bauman. Pero, ¿cuál es la naturaleza de esta línea de color?

Desde que empezó la tragedia de Gaza, el recuerdo del gran pensador Edward Said me ha acompañado a menudo. Said nos dejó en 2003 y no ha podido ver cómo desde entonces su amada Palestina ha sido violentada hasta extremos de pesadilla. Pero nos queda, su escritura sosegada, lucidísima, penetrante, la cual aún hoy es indispensable para entender toda la tragedia que anida en la cuestión palestina.

Said nació en 1935 en Jerusalén Este, pasó parte de su juventud en El Líbano y en El Cairo, y terminó de profesor de literatura en la Universidad de Columbia (New York). Dejó un legado de obras imponentes. Recuerdo con especial afecto sus Memorias, a las que tituló “Fuera de Lugar” (Grijalbo, 2001), pues así entendía la condición de palestino expulsado de su tierra.

Su escritura simpatizó con los refugiados, los apátridas, los inmigrantes, los “fuera de lugar”. Hizo de la condición palestina una categoría universal, un paradigma de todos los más desprovistos del derecho a la existencia.

Pero sobre todo dejó una serie de libros indispensables para entender cómo opera este trazado de una línea divisora y jerarquizadora de la vida humana. Primero exploró el Orientalismo (Debate, 2002), esto es, la forma en la que las potencias coloniales construyeron ideológicamente al islam y a los musulmanes de forma estereotipada, pero acorde con una relación de poder imperialista y colonial. En la mirada orientalista se legitima la superioridad centralista de un “nosotros” enfrentado a un “ellos”, lo no occidental, vivido como “lo extraño”.

Orientalismo está en nuestros ojos, en la forma que dividimos el mundo entre estimados y no estimados. Tras la frontera, los infrahumanos desechables. Diariamente los vemos reducidos a carne despanzurrada sobre escombros. Sus cuerpos descuartizados son trasladados en ambulancias destartaladas a hospitales sin el mínimo instrumental.

Los infrahumanos también pueblan El Líbano. Al fondo Irán. EEUU mira más lejos, a China. Todo está al otro lado de la línea de color.

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