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El violador eras tú

La vida es intercambio mercantil, pues ya todo se puede comprar y, con ello, satisfacer hasta el más inconfesable de los deseos. El dinero da poder, proporciona contactos, accedes a bufetes de abogados, compras complicidades y silencio.

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Este mes de septiembre nos ha dejado una fotografía irritante: la sonrisa del empresario a la puerta del Palacio de Justicia de Murcia tras aceptar, junto con otros seis empresarios más, un delito de prostitución de menores. Así lo contaba la crónica periodística: “Casi diez años después, Castejón ha salido a pecho descubierto, sonriente y con la cabeza bien alta del Juzgado de Murcia tras ser condenado por cinco delitos de prostitución de menores”. Toda una sociología de las perversidades masculinas rezuma de la fotografía.

Vemos a un sujeto ajeno a cualquier atisbo de vergüenza. La cabeza bien alta. Un convencido de que la naturaleza humana se reduce a puro valor de cambio. La vida es intercambio mercantil, pues ya todo se puede comprar y, con ello, satisfacer hasta el más inconfesable de los deseos. El dinero da poder, proporciona contactos, accedes a bufetes de abogados, compras complicidades y silencio.

Es un hombre hecho a sí mismo. Nada le impide ponerle un precio a su apetito. Siempre habrá explotación, eso lo sabe bien, también forma parte de su concepción de lo humano. Esas niñas se pueden comprar, cómo no, son pobres, y les mola como a todas vestir bien, maquillarse, coquetear. Las
intermediarias hacen de madams. Ellas saben cómo captar a las niñas, en la puerta del colegio, en una discoteca, y cómo engatusarlas.

También esas niñas tienen un precio. Por ello pueden entrar en la relación de intercambio en la que él tiene el mando. Dinero, más dinero. Él paga y elige el producto. Hace tiempo que sabe que en el intercambio mercantil siempre hay un ámbito de explotación humana irreductible, normalmente explotación del más débil.

“Pedían chicas nuevas”. Es una demanda y forma parte de la exclusividad de sus caprichos En eso consiste la competitividad hoy, en crear demanda y ofrecer productos diferenciados y exclusivos. El mercado exige variar con productos nuevos.

Es un hombre de prestigio. Se sabe protegido por la más antigua de las dominaciones, la que les otorga el poder a los hombres, esto es, la dominación masculina. De alguna forma tiene la certeza de que contará con la complicidad de los que pueden evitarle entrar en la cárcel o dedicarle un titular periodístico condescendiente. Entre hombres nos permitimos estas licencias y nos las perdonamos, dice, piensa, mientras sonríe a la salida del juzgado.

Una sociología de las perversidades masculinas habrá de evitar considerar a este sujeto – a estos siete sujetos, pero también a otros muchos de pulsiones afines- como un monstruo. Nos encantaría que fueran monstruos y conservar la pureza de nuestra normalidad. Resultaría muy tranquilizador situarlos ahí fuera, fuera de nosotros y de nuestra normalidad.

El sujeto de la fotografía resulta perturbador no tanto por su sonrisa, sino por su normalidad. Un tipo normal y mediocre. No es un monstruo. No es alguien que podamos mandar a esa exterioridad donde habitan los monstruos de los cuentos infantiles o de la literatura gótica o del cine de terror. Es alguien demasiado normal y por ello es monstruoso. Porque nuestra normalidad es monstruosa.

También en septiembre ha transcurrido el juicio de Mazan (Francia), en el que una mujer valiente, Gisèle, se ha confrontado con los hombres que la violaron. Violaciones organizadas en serie por su marido y grabadas en video. La escritora Lola Lafon tiene razón cuando escribe “el juicio de Mazan es llamativo por el número de acusados, pero hay que dejar de decir que este caso es de una naturaleza “especial” y un suceso “fuera de lo normal”.

El feminismo ha actuado para intentar que la vergüenza cambie de bando. De las víctimas a los violadores. Del objeto de intercambio al sujeto del valor. Recordamos aquella performance enérgica que gestaron las mujeres en Chile y que consiguieron hacer global, pues en ella se reconocieron muchas otras. “Y la culpa no era mía, ni dónde estaba ni cómo vestía. El violador eras tú”. En esta inversión de lo vergonzante, sin embargo, un núcleo duro se resiste.

Entonces, cómo pensamos las perversidades masculinas, una vez desestimamos el relato tranquilizador de etiquetarlos de “monstruos”. El pasado 22 de septiembre falleció el gran teórico de la cultura, Fredric Jameson, en Killingworth (Connecticut, Estados Unidos), con 90 años. Autor de una extensísima y deslumbrante obra, Jameson estudió las más diversas y variopintas creaciones culturales: arquitectura, literatura, cine, etc. Desde Galdós a The Wire, desde el ciberpunk a Shakespeare, desde Blade Runner a la literatura rusa, y un larguísimo etcétera. En estas creaciones, Jameson supo desentrañar cómo opera la lógica cultural del capitalismo tardío.

Con Jameson, quizás, una sociología de las perversidades masculinas se fundamentaría en lo siguiente: estas perversidades no constituyen una simple cuestión empírica aberrante, que pueda estudiarse al margen del “capitalismo tardío”, sino que está en función suya y de su significado como síntoma psíquico, junto con su estructura, la totalidad social misma.

Este cruce entre el hecho particular (sean las perversidades masculinas) y lo general (la totalidad del sistema de intercambio del capitalismo tardío) alumbra la génesis de muchas de las patologías sociales, las cuales quedan sin pensarse políticamente cuando las enviamos al cajón de los monstruos. Así,
las perversidades masculinas son síntomas de una totalidad social que ha de aprehenderse para entender cómo opera en nuestras vidas.

Mientras trato de finalizar este artículo, un atardecer llameante se extiende a lo largo del río a su paso por la ciudad de Murcia. Siempre recurro en estas fechas a una canción de Marianne Faithfull, Flaming September. Y me digo que Fredric Jameson rastreó hasta el final de su vida las creaciones humanas en las que encontrar fecundas semillas del tiempo para la utopía. Do you remember? canta la Faithfull.

Los siete encausados en un delito de violación de menores son una inversión estructural de la utopía. ¿Será posible un impulso utópico colectivo para un mundo en el que, definitivamente, no hubiese condiciones de posibilidades para desgraciados como el de la fotografía? Esa foto que empaña la perfección hipnótica de un atardecer de septiembre.

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