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Por una república de los paisajes

Poco se ha estudiado esta relación de la tragedia de los paisajes con las emociones. Los habitantes del Mar Menor saben mucho de esta tragedia de las emociones. La “solastalgia” debería formar parte de cualquier estudio de evaluación de los impactos ambientales de la actividad económica que sea

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Con agrado he leído, en una de estas noches de fines de julio de tan intenso calor, el libro del periodista murciano Miguel Ángel Ruiz que ha titulado Almenara (Xordica, 2024). Un canto a una geografía sentimental, la serranía que se extiende 15-20 km. a lo largo del litoral regional -entre Águilas, Lorca y
Mazarrón- y cuyo nombre árabe, Almenara, designa “un lugar de luz”.

Cada vez aprecio más este tipo de literatura de lo cercano, sin duda, humilde, pero con hondas verdades. Si “construir es una forma de poesía”, en feliz apreciación del escritor ilicitano Antonio Moreno (no se pierdan su obra también dedicada a lo concreto y cercano, en ediciones Newcastle), entonces, lo que nos cuenta Miguel Ángel Ruiz, la detallada reconstrucción de un cortijo situado
en la Sierra de Almenara (en la vertiente de Águilas), es pura poesía.

Como parte del territorio de su niñez, aquella sierra azul que el escritor avistaba desde su natal Águilas, mientras sacaba pulpos y magres en las calas de la Marina de Cope, con el tiempo se convirtió en el objeto de sus deambulares, a pie o en bici, siempre con una mirada atenta a la vida natural, pero también a su urdimbre etnográfica e histórica.

Por aquellas ramblas y valles de esta serranía litoral discurren también las tramas familiares, del pasado y del presente, que Miguel Ángel Ruiz desmenuza con delicadeza y sensibilidad.

A través de las páginas del libro he podido rememorar a un grupo de amigos de Cartagena que a mediados de los 80 descubrimos la Sierra de Almenara y la hicimos parte de nuestras correrías durante varios años.

Salíamos en autobús hasta Mazarrón, y desde allí andando por la carretera de Morata nos adentrábamos en la sierra, siguiendo los viejos cortijos -el Cortijo del Tío Redondo, El Lentiscar, El Puntarrón, El Saltador y tantos otros-.

Pernoctábamos en el cortijo del Palancar, porque estaba en una rambla de frondosa vegetación y de la que emanaba un manantial del que nos surtíamos de agua.

En aquel momento, apenas hacía una década que se habían deshabitado estos cortijos con el éxod rural-urbano, por lo que era posible aun apreciar cómo vivía aquella gente campesina en un entorno áspero y árido. Los humanos se fueron a la búsqueda de una vida mejor y aquellas ramblas y valles siguieron acogiendo y preservando una biodiversidad que nos fascinaba.

Si tuviera que elegir un color para definir ese paisaje sería el amarillo de las albaidas que cubrían los montes y en cuya espesura se escondían las tortugas moras, la joya de la corona de la biodiversidad de Almenara. Y un sonido característico sería, sin duda, el del cuco cuyo canto entre los pinares anunciaba la primavera.

Décadas después, en las veces que he vuelto a Almenara, me he encontrado, al menos en su periferia, con un paisaje usurpado, roturado y esquilmado por la agricultura intensiva y por cientos de granjas de cerdos.

Afortunadamente Almenara tiene una figura de protección por la Unión Europea, Zona Especial de Protección de Aves, pero su perímetro está, ya digo, literalmente asediado por los avances de los cultivos y granjas.

En su libro, Miguel Ángel Ruiz también constata esta degradación de la Marina de Cope y Almenara por las roturaciones agrícolas y los plásticos utilizados para proteger los cultivos. Y dice: “… tiene que ser posible producir de una manera menos sucia, que deberíamos ser capaces de cultivar, exportar y comer tomates y lechugas sin destruir la naturaleza” (p. 176).

El problema reside en que el modelo de agricultura intensiva basa sus incrementos de productividad en la continua expansión o ampliación de las superficies ocupadas.

La transformación progresiva del paisaje de secano murciano ha sido la vía privilegiada de incremento de la capacidad productiva mediante la expansión de las superficies de cultivo, lo que ha dado lugar a un proceso de centralización y concentración de capital, de tal forma que en el modelo agrario murciano de hoy predominan las unidades de producción de dimensión elevada. Además, el crecimiento constante de la demanda o consumo ha impuesto a su vez una continua y renovada demanda de suelo y naturaleza para su capitalización.

Esta es la tragedia de los paisajes hoy en la Región de Murcia. Hasta el último reducto paisajístico conoce la presión del avance continuo ladera arriba, y previa roturación, de los cultivos intensivos y de las granjas de cerdos.

En 2003, Glenn Albrecht en sus estudios sobre las emociones asociadas a la relación de los seres humanos con su entorno acuñó un concepto para definir esa melancolía hacia el paisaje en la que me reconozco: “solastalgia”. Esto es, la tristeza de los habitantes de un territorio al comprobar que los paisajes en los que habitaban y con los cuales experimentaban un cierto sentido de pertenencia, ya no existen o se han degradado por los efectos de alguna actividad económica.

Poco se ha estudiado esta relación de la tragedia de los paisajes con las emociones. Los habitantes del Mar Menor saben mucho de esta tragedia de las emociones. La “solastalgia” debería formar parte de cualquier estudio de evaluación de los impactos ambientales de la actividad económica que sea.

Seguramente haya sido W. G. Sebald el escritor que haya logrado elevar esta mirada melancólica a las más altas cimas de la literatura europea. Quiso hacer de su obra un espacio literario para la memoria, tanto de las vidas perdidas por las tragedias de la historia (en su caso, por el nazismo y la guerra), como también de los paisajes degradados por las destrucciones ecológicas.

La memoria del paisaje ha de servir para amarlo y narrarlo. Y para detectar las heridas y daños que lo laceran. Perpetrados de esta memoria paisajera, quizás, como el protagonista de la historia que se nos narra en Almenara, ideemos qué construir -también políticamente- “para convertirnos en lugareños -esto es, seres propios de un lugar e identificados con su espíritu- y no en simple residentes u ocupantes” (Antonio Moreno, No Lejos, 2016, ediciones Newcastle).

De la última exposición del pintor cartagenero Charris, Futurama, una propuesta pictórica para representar el futuro, me gusta mucho un cuadro titulado ‘In Arcadia Adorno’. Adorno es el gran filósofo y sociólogo de la Escuela de Fráncfort que tanto contribuyó a hacer del Holocausto y Auschwitz un universal y un imperativo moral para que no vuelvan a perpetrarse genocidios.

En el cuadro de Charris, se aprecia el paisaje cartagenero de Peñas Blancas – el gran tajo de blanquísima roca caliza- y la Rambla del Cañar. Sobre ese paisaje azul y luminoso, tranquilo y árido, aparece la figura recostada de Adorno, en actitud contemplativa, disfrutando del paraje, avistando a lo lejos a la pareja de excursionistas que camina Cañar abajo (¿seremos nosotros?).

Adorno pensó así los destinos de la humanidad. Una vez liberados de la esclavitud del tiempo regido por el capital y sus largas jornadas laborales racionalizadas para su intensificación perpetua, las personas dispondrían de tiempo libre suficiente como para dedicarse al mirar contemplativo de los paisajes. Así, Charris ha dibujado un símbolo perfecto de la república de los paisajes y la ministra Yolanda Díaz ha puesto de nuevo en la agenda política la necesidad de liberarnos del tiempo laboral para poder hacer como Adorno en ese cuadro.

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