Me vi forzado hace poco a alquilar un coche. La oferta que más se adaptaba a mis circunstancias la hallé en una empresa que, decían, estaba en el aeropuerto internacional de la Región de Murcia. ¿Cuál no sería mi sorpresa cuando descubrí que dicha compañía no se ubicaba en el mismo aeropuerto, sino en un área de servicio, a la vera de la autovía de Cartagena, a unos cinco kilómetros del mismo?
Por razones obvias, hube de olvidarme del transporte público y buscar quien me llevara y me recogiera a la entrega del vehículo.
Concerté la devolución un domingo por la tarde. Me acompañaba mi hijo. Al llegar al área de servicio, encontramos la agencia cerrada, así como la gasolinera adyacente. Sólo había un buzón para dejar las llaves. Nada más. La desolación. Sin ningún transporte que te pudiera acercar a ningún sitio. Menos mal que habíamos tenido la precaución de dejar allí aparcado un segundo coche, porque, si no, ¿a ver
cómo llegábamos a casa desde aquel erial?
Mientras que transbordábamos las maletas, vimos llegar otro turismo. Lo conducían unos británicos. Se quedaron pasmados al ver la oficina y la gasolinera cerradas.
Los observamos mirar alrededor y dar un par de vueltas desconcertados. Mi hijo los encontró tan confusos que les preguntó si los podía ayudar. Le dijeron que buscaban el aeropuerto y que les extrañaba que no se viera desde allí. Se quedaron estupefactos cuando le dijimos que estaba a cinco kilómetros. Se llevaron las manos a la cabeza y nos hicieron repetir la distancia que separaba aquel secarral de la terminal. No daban crédito. Preguntaron si había algún transporte público que los acercara. Los miramos avergonzados por la chapuza que nuestros supuestos gobernantes habían hecho.
Nos apiadamos de su desolación y los acercamos en nuestro auto. Habían llegado desde cerca de Londres. Se habían quedado en el Mar Menor, que los decepcionó porque sus aguas no estaban muy limpias. Habían estado otras veces por la costa levantina: les encantaba España por su sol, su comida y su bebida. Confesaron que no pensaban volver a volar a Murcia (una y no más, saint Thomas): Alicante estaba mucho mejor comunicado con su patria y, ante todo, no te dejaban colgado en mitad de un área de servicio. Eran más europeos, concluyeron. Quisieron pagarnos por acercarlos, cosa a la que nos negamos.
Volvimos a casa en silencio, abochornados por la imagen que esos guiris se habían llevado de la que el inefable López Miras, el paladín anti Sánchez por antonomasia (todo contra la amnistía con tal de no ponerse a trabajar), tiene la poca vergüenza de decir que es la mejor tierra del mundo.
Abochornados porque uno de los cómplices del responsable del embolado del aeropuerto, que ha condenado a la región a arrastrar una deuda insoportable, ocupe la alcaldía capitalina por mayoría
absoluta. Humillados porque se mande a Madrid como senador al antiguo consejero del ramo, que no tuvo redaños para hacer ni un sólo kilómetro de carretera pública ni buscar una conexión decente mediante transporte público con el aeropuerto.
¿Acaso premian los murcianos la incompetencia? ¿Así quieren salir del albañal de atraso y miseria en el que los han metido sus gobernantes? ¿Tanto es su odio a Sánchez y a los catalanes que prefieren estar regidos por una panda de cantamañanas?
En casa vi los lugares a los que se volaba desde Murcia: un esperpento. Máxime habiendo leído que los vuelos nacionales han sido comprados por la comunidad, a cambio de nadie sabe qué, a ciertas compañías, que, por cierto, han sido puestas en la indescriptible lona que tapa la fachada de la catedral, a la que, vaya por Dios, corona un ángel con la camiseta de la UCAM, casi más alto que la Virgen. Por si a alguien le cabían dudas de quién maneja el cotarro.
Con la bilis aún escociendo el gaznate, hube de aceptar que lo que la mayoría de los murcianos quiere y apoya lustro tras lustro con sus votos es no un aeropuerto, sino un Uropuerto Ternacional d la Rigión d Murcia. La más mejor der mundo entero. Y de parte del extranjero.
