La otra noche iba tan agotado que decidí parar en una hamburguesería con la idea de cenar rápido e ir directos a dormir. Cuando devorábamos con el menú, llegaron un padre y una madre con su hijo, un joven con afectación severa de síndrome de Down, que comenzó a emitir sonidos intermitentes a alto volumen y de tono grave.
No me molestaba en absoluto, pero si es cierto que, al no poder prevenir la cadencia, de vez en cuando dabas un salto de tu asiento por el inesperado susto. El comportamiento del joven era excelente y esperaba paciente a que su madre subiera la cena. En ese instante, no pude evitar evocar un par de recuerdos de la vida en los noventa, relacionados con ese mismo momento.
Primero, recordé a Don Federico (nombre inventado, pero profesor real de mi infancia), cuyo hijo tenía síndrome de Down. Era una persona maravillosa y un docente excelente, pero apenas le veíamos salir a la calle en esa década, entre los 80 y los 90, cuando todavía se señalaba con el dedo y se denominaba como “subnormales” a las personas con trisomías, alteración genética o discapacidad.
El segundo recuerdo fue un polémico piso de “respiro familiar”, que sobrevino en el cuarto de mi edificio. Por entonces, pocas eran las casas en alquiler, pero en la única que tenía disponible mi bloque, comenzó a ser utilizada por una asociación que alojaba jóvenes con discapacidad para fomentar su autonomía personal y laboral. La chavalería era excepcional y esa asociación (cuyo nombre nunca conocí) tiene toda mi admiración por pionera. Sin embargo, en la escalera, escuchabas al vecino hablando de “trastornados”, “mongolos” y otras perlas que, lamentablemente, en aquella época, era lo habitual.
No creo disponer yo de la razón absoluta, pero creo que no fallo, ni me equivoco, si afirmo que los avances de la sociedad se deben, en gran parte, al empuje de las minorías sociales y de las personas que, educada y progresivamente, van exigiendo mejoras en la atención a sus situaciones y condiciones para poder ser atendidos adecuadamente y disponer de ayudas o prestaciones a las cuáles no podrían optar por sí mismos. La palabra SOCIEDAD tiene esa base y significado, un término que usamos demasiado sin reflexionar en su sentido ni la importancia que merece.
Al igual que el síndrome de Down o cualquier otra discapacidad no es de derechas ni de izquierdas, tampoco lo son, ni deben ser considerados como tal, otros grupos de personas que exigen sus derechos: mujeres maltratadas, padres divorciados, jóvenes o adultos trans, parados de larga duración mayores de cuarenta años o ancianos que viven solos. Son sólo unos cuántos ejemplos, pero unos y otros, probablemente no habrían “sobrevivido” o no habrían “podido superar” los señalamientos, la marginación o el abandono en épocas pasadas de la historia, ¿por qué tendrían que hacerlo ahora, callarse o sentir vergüenza de su condición en una sociedad cada vez más abierta e inclusiva?
La Historia está lleno de hitos que han supuesto logros o cambios en la sociedad: la revolución francesa para dar equidad y democracia a los estamentos más bajos de la población, la revolución industrial para tecnificar los empleos y mejorar las condiciones laborales, el voto femenino que dio sufragio a las mujeres, la revolución de los discapacitados tras la epidemia de poliomielitis para lograr accesibilidad primero y luego inclusión, la visibilidad a las víctimas del SIDA y la importancia de prevenir los contagios o la puesta en marcha de leyes solidarias como la de la Dependencia.
¿Qué es de esperar pues que siga pasando en 2025 y años venideros? Pues que la sociedad explores nuevos campos de solidaridad, empatía, ayuda y prosperidad. Bueno, eso será si el “cafrismo (de cafres)” deja de avanzar y la insolidaridad, el odio y la rabia dejan de ganar fuerza a base de populismo. Recuerda: mañana tú podrías quedar tetrapléjico, tu hija podría ser víctima de violencia de género, tu nieto podría ser trans o tu marido o mujer quedarse sin pensión por vivir más de ochenta años. ¿Dónde quedó la empatía para ponerse en el lugar de los demás? ¿es preferiblemente que estas personas mueran o se suiciden desesperadas por su sufrimiento interior? ¿acaso no es una tradición occidental judeocristiana la de ser solidario con los prójimos diferentes?
Me enorgullece ver que, en el año 2024, si llamas “mono” o “negro” a un jugador de fútbol, se expulse a quién lo hace y se le pueda juzgar. Cuando se protege a quién es víctima y se persigue al que hace el daño, condenando las actitudes de gallito, es cuando una sociedad progresa. Hace falta perder el miedo y los tabúes para con las demás minorías y adoptar una posición de escucha. Nadie adquirió síndrome de Down por respetar a la infancia con trisomía del cromosoma 23, ¿por qué nos iríamos a convertir en algo malo o “transformarnos” por escuchar y tolerar a las personas “diferentes” que encontramos en esta sociedad del siglo XXI?
España debe seguir la senda de construir una sociedad viva y tolerante como se lleva haciendo décadas en países europeos como Alemania y Francia. Leyes como la Dependencia o prestaciones sociales, como los subsidios, no son formas de tirar dinero, sino que son mecanismos para preparar momentos de la vida en que tú mismo o tus familiares podéis llegar a veros desbordados o sobrepasados por un accidente o una gran desgracia inoportuna (una enfermedad degenerativa, una infección súbita, un despido improcedente…). Ojalá, nuestro país sea un referente para los colectivos mencionados y otros como:
-Las personas afectadas con esclerosis lateral amiotrófica (ELA) u otras enfermedades neurodegenerativas como la atrofia espinal, cuya legislación debe articularse inmediatamente para facilitar tratamientos innovadores y adaptaciones motrices.
–Trastornos de la salud mental y, especialmente, a casos más graves como tentativas de suicidio en jóvenes y adultos, cuyo acceso a tratamiento debería acelerarse mediante la implementación de unidades de atención de proximidad, en cada Centro de Salud público.
-La obesidad infantil y obesidad mórbida en adultos, cuya “epidemia” progresa por Europa y España, y requiere de terapias grupales e individuales de concienciación, dieta y readaptación.
-Y muchos más sectores de la población y sus problemáticas: lucha contra el acoso escolar o bullying, el tratamiento de ludopatías, el extremismo político y la xenofobia creciente, el abandono de población anciana, el paro juvenil, …
Una región y un país avanzan y mejoran cuando su población saber diferenciar los problemas y se preocupa de lo que tiene el otro tanto como de lo que tiene uno mismo. La sociedad del bienestar tiene cuatro pilares en España: educación, sanidad, servicios sociales y dependencia. Esto no debería ser cuestión de riña entre derechas e izquierdas, sino Derechos (con mayúscula) consolidados. Esa es la diferencia entre la población responsable, que piensa sin sesgo ideológico y aspira a mejorar su entorno incluso aunque no le afecten directamente los cambios; y la población “aborregada” que además de dejarse llevar por los relatos extremistas, no piensa más allá de lo que le venga bien a sí misma y los suyos en el corto plazo.
Personalmente, aspiro a una Región donde nadie tenga vergüenza por ser quién es, ni por ser cómo es, que cada uno viva su vida respetando y siendo respetado. Mejor una Región sin vergüenza que una Región con muchos sinvergüenzas. Por nadie pase.