Permitidme que os cuente esta semana un par de historias personales sobre compraventas morales de, digamos, baja intensidad (porque no se dirimía gran cosa en términos económicos o éticos) y que tuvieron finales opuestos. La primera historia es como sigue: en torno al año 1996, mientras estudiaba Historia del Arte en la UMU, decidí buscar un trabajico de tardes y findes para pagarme mis cosas y descargar a la familia. Así que hice un currículum, básicamente un papel donde consignar mi condición de estudiante y mis datos de contacto, y me di un paseo con el ciclomotor por las principales pizzerías de la ciudad con el noble objetivo de convertirme en repartidor.
La primera pizzería a la que acudí fue una franquicia nacional ya puntera en aquel momento: llegué a una de sus sedes, en el barrio del Carmen, entré y le expuse mis pretensiones a un chaval al otro lado del mostrador. Él, muy amable, me estiró un formulario de solicitud de empleo al tiempo que me decía: “Para trabajar aquí te tienes que afeitar la perilla…” (por entonces yo llevaba perilla y un par de buenas patillas). Aquello me dejó a cuadros: “¿Cómo?”, pregunté sorprendido. “Política de empresa”, respondió. Entonces yo le dije algo así como “¿os importa más mi perilla que si soy un chorizo…?”. El chaval se encogió de hombros, así que tuve un arresto de amor propio y le devolví el formulario con desdén: “No quiero trabajar aquí, pero gracias”.
Salí muy orgulloso, inflado en mis propias convicciones: ¿me pagarán poco a cambio de repartir pizza y de llevar el aspecto que ellos quieran? ¡Ni hablar! La cosa resultó bien porque luego conseguí trabajo en la competencia, donde me aceptaron y donde todo fue fantástico. Y sobre todo, resultó bien porque me desmostré a mí mismo que, oye, algo de orgullo y de principios tenía. Aquello lo doy por bueno, pero añado un matiz importante: por entonces yo no era un padre de familia con menores a mi cargo y no me iba la vida en ello. Por eso os decía al principio lo de compraventas ‘de baja intensidad’.
Voy ahora con la segunda historia, que tuvo un final distinto: en el año 2000, después de licenciarme en Historia del Arte, quise especializarme en el ámbito del turismo y de la difusión cultural, así que me matriculé en la diplomatura de Técnico en Empresas y Actividades Turísticas (‘en turismo’, como se dice familiarmente). Tres años después, en 2003, recién acabada la carrera, me vi probando fortuna y probándome a mí mismo en la recepción de un hotel, algo que realmente no estaba en mis planes iniciales. Menos mal que lo hice, porque fue durísimo, enriquecedor y me proporcionó una gran caja llena de vivencias y de anécdotas.
Una de ellas fue de las del tipo ‘compraventa moral’, objeto de este artículo, y como en la anterior, se puso a prueba mi amor propio: en un turno de mañana en el que compartía mostrador con el subdirector, pero en el que no había ‘botones’ (ya sabéis, la persona que ayuda a los huéspedes con el equipaje, los acompaña a las habitaciones y demás), un día entró por la puerta una tía de lo más repipi, como una parodia de señora pija; como un meme. En mi memoria la visualizo como un vegestorio con pamela, con varios collares de perlas, reloj de oro y un enorme bolso colgando del antebrazo, uno de esos bolsos que cuestan la entrada de un piso. El subdirector le hizo el ‘check-in’ con aire pomposo (resultaba divertido verlo fingir, porque en su natural expresión y desenvolvimiento, aquel hombre no era de los de cubierto de plata), y luego se giró para darme la tarjeta-llave y decirme “acompaña a la señora a la habitación doscientos-tal” (imaginad música rococó de fondo).
Disimulando mi nulo entusiasmo y haciendo gala de mi profesionalidad, salí del mostrador sin arrastrar los pies. Cuando llegué adonde estaba la señora, ella ya iba varios metros por delante de mí hacia los ascensores, dejando tras de sí dos grandes maletas. Allá que agarré los maletones como pude, la alcancé a trompicones (estaba parada delante del ascensor, esperando a que yo le diera al botón) y compartí con esa persona unos segundos interminables mientras subíamos. De pronto, la señora consideró que aquél era buen momento para empezar a poner en palabras todo su desagrado: “Qué mal huele aquí… Qué recepción tiene este hotel… ¿Esto es un cuatro estrellas?”. Me limité a encogerme de hombros y a sonreír con idéntico desagrado.
Ya en la habitación, después de abrirle la puerta y de arrastrar las maletas al interior, la vieja se acercó a la ventana y elevó el tono de enfado: “¡No tiene visillos!”, exclamó. Y yo, en mi mente, como “what-the-fuck a visillo is?”. Ella insistió: “¿Cómo es posible que un hotel de cuatro estrellas no tenga visillos?”. Aunque estaba casi seguro de que se trataba de una pregunta retórica, le respondí que nadie jamás me había hecho esa pregunta y que no tenía respuesta. Tras un breve silencio, giré sobre mis talones para salir de allí cuanto antes, y entonces la señora dijo con condescendencia, “chico, chico…”. Di la vuelta y la vi a un palmo de mis narices estirando su mano. Instintivamente cogí lo que me daba: un billete de cinco euros. Era la primera vez que alguien me daba propina en aquel lugar. Solté un “gracias” con más confusión que gratitud, cerré la puerta y me quedé en el pasillo, atónito.
Todavía con el picaporte sujeto tras mi espalda con una mano, y con el billete de cinco euros en la otra, sentí un nuevo arrebato de orgullo, como aquél de la pizzería: que le follen. Hice una bolica con el billete y lo posé en el suelo como una pelota de golf, justo delante de la puerta. Tenía bastante tamaño como para que la vegestorio la viese al salir. Bajé los peldaños de tres en tres, satisfecho. Pero de pronto visualicé la situación: la tía sale, ve la pelotica, la coge, comprueba que es el billete que me ha dado, baja a la recepción y me monta un pollo del quince con el subdirector delante. Este hotel huele mal, no tiene visillos y el idiota del botones me ha menospreciado. En aquella recepción ya venían a golpear todos los días tal cantidad de marrones, como las olas en un dique, que decidí no provocar yo un tsunami marrón adicional: subí de vuelta, recogí mi orgullo del umbral de la puerta del bicho, lo desenrollé y bajé de nuevo. Unas horas más tarde estaba bebiéndome mi amor propio en la Troya en forma de cerveza negra. Y sabía bien.
A veces me pregunto qué haría hoy, llegado el caso de un dilema ético de mayor intensidad. Me pregunto cuál sería mi actitud si hubiera alcanzado una posición muy relevante en un ámbito profesional de gran exposición pública, por ejemplo, en la cultura o el deporte, y se me acercasen firmas comerciales con el lícito y lógico objetivo de vincular su imagen a la mía para tratar de incrementar sus ventas, especialmente aquellas susceptibles de generar un debate sobre sus prácticas empresariales…
¿Qué haría yo? Y si se aproximasen a mí los gobernantes de turno con idéntico fin, el de vincular su imagen a la mía y a mis logros, y básicamente aprovecharse de mí y hacer electoralismo… ¿Qué haría yo? Creo que, si yo fuera una persona de éxito, precisamente estaría en la posición perfecta para decir que no, que qué necesidad tengo y que para vender o para atraer votantes, mejor que toquen a otra puerta. En cualquier caso, es una circunstancia que no se va a dar. Eso que me ahorro.
En la Región de Murcia tenemos ejemplos de personas de éxito que no han renunciado a ofrecimientos de ese tipo, sea por el motivo que sea. Pero precisamente en la Región de Murcia, en mi opinión tan necesitada de un nuevo marco político y económico y de nuevos esquemas mentales que nos saquen de la ‘cultura del pelotazo’, la manipulación y el populismo, creo humildemente que nos vendría bien que la respuesta fuera distinta. Ante casos así, emitir juicios morales es muy delicado porque, como se suele decir, para saber qué pasa por la mente de otra persona hay que ponerse en sus zapatos: hay que conocer las circunstancias y tener más información. Pero también es normal y respetable sentir cierta decepción. Habrá que seguir esperando a que todo cambie.